lunes, octubre 10, 2005

Dame una A

Aquellos meses fueron particularmente difíciles.

Paralizado, me deslizaba por las aulas, incapaz de hablar con Salomé, convertido en una especie de acosador pasivo, un monstruo sin cuerdas vocales. Y yo, que creía que al menos pasaba desapercibido, era, además, blanco de las chanzas de los demás niñatos que tenía por compañeros de clase.

Las tardes de domingo paseaba por la playa de Heredia, en las afueras de Ostrich City, bajo un sol implacable, mientras rezaba porque prohibidas lluvias aportaran algo de coherencia y de compañía a mi alma atormentada.

—¡Siiiiph, a cenaaar! —gritaba mi madre, menopáusicamente desesperada, desde la puerta de nuestra vieja casa. Yo miraba al océano soñando con piratas que llegaran para arrasar esta ciudad de descreídos, que instauraran un régimen donde Salomé fuera adorada como la diosa que para mí era. Pero nadie vino.

Las cenas en aquellos meses en mi casa eran silenciosas como tumbas, sólo alteradas por el golpeteo de los cubiertos de plástico contra la vitroloza que le regaló la abuela por la boda a mi sorprendido padre: Gorgotius Radzinski. Mi madre adoraba la vitroloza, pero era un tema que en casa se escondía, una especie de tabú familiar.

—¿Qué te pasa, Siph? —insistía mi madre, día tras día, noche tras noche.

"Métete un pepino, bruja frígida" pensaba yo.
Siempre fui un niño muy sensible.

En una ocasión fuimos de excursión con el colegio a las Switching Mountains durante varios días. En esas noches, en las frescas cumbres de John Sullivan —otro de los grandes personajes encarnados por Burt Reynolds—, mi amor por Salomé creció aún más. Ella y yo forjamos un vínculo que se mantuvo a lo largo de los años; establecimos una complicidad sin palabras que nadie comprendía. Por supuesto mi madre, Elvira Radzinski, menos que nadie.

A nuestro regreso mi madre, junto a otros muchos progenitores, esperaba el aerobús. La vi tan vieja y tan fea que la comparación con la fresca y lozana Salomé no era tan sólo injusta, era sacrílega. Mi madre me sonrió desde la entrada del transporte escolar y en ese momento de vergüenza ajena desapareció para siempre el último trazo del complejo de Edipo.

Subí en el aerocoche con ella y vi alejarse poco a poco a Salomé.

"¿Por qué tuvimos que volver?" me preguntaba. Para mí las Switching Mountains eran ahora mi hogar. Allí había experimentado la libertad.

Volver a mi casa era la más cruel de las condenas.

Sólo la esperanza de verla de nuevo el lunes en clase me mantenía con vida.

1 Comments:

Blogger Rebe advierte...

Niño afortunado, al fin y al cabo.
Vive enamorado, es la mejor de las drogas para disimular la desdicha.
Disfruto mucho leyendo especialmente este apartado, me gusta el pobre Radzinski, será por eso del desencanto y tal. Me ha parecido tiernísimo eso de que los piratas acabaran con toda la tontería del mundo y proclamaran a Salomé todopoderosa, genial, ójala,pequeño Siph.

3:03 p. m.  

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