lunes, enero 01, 2007

Siphronius Radzinski

by Matt Sesow

lunes, octubre 10, 2005

Dame una A

Aquellos meses fueron particularmente difíciles.

Paralizado, me deslizaba por las aulas, incapaz de hablar con Salomé, convertido en una especie de acosador pasivo, un monstruo sin cuerdas vocales. Y yo, que creía que al menos pasaba desapercibido, era, además, blanco de las chanzas de los demás niñatos que tenía por compañeros de clase.

Las tardes de domingo paseaba por la playa de Heredia, en las afueras de Ostrich City, bajo un sol implacable, mientras rezaba porque prohibidas lluvias aportaran algo de coherencia y de compañía a mi alma atormentada.

—¡Siiiiph, a cenaaar! —gritaba mi madre, menopáusicamente desesperada, desde la puerta de nuestra vieja casa. Yo miraba al océano soñando con piratas que llegaran para arrasar esta ciudad de descreídos, que instauraran un régimen donde Salomé fuera adorada como la diosa que para mí era. Pero nadie vino.

Las cenas en aquellos meses en mi casa eran silenciosas como tumbas, sólo alteradas por el golpeteo de los cubiertos de plástico contra la vitroloza que le regaló la abuela por la boda a mi sorprendido padre: Gorgotius Radzinski. Mi madre adoraba la vitroloza, pero era un tema que en casa se escondía, una especie de tabú familiar.

—¿Qué te pasa, Siph? —insistía mi madre, día tras día, noche tras noche.

"Métete un pepino, bruja frígida" pensaba yo.
Siempre fui un niño muy sensible.

En una ocasión fuimos de excursión con el colegio a las Switching Mountains durante varios días. En esas noches, en las frescas cumbres de John Sullivan —otro de los grandes personajes encarnados por Burt Reynolds—, mi amor por Salomé creció aún más. Ella y yo forjamos un vínculo que se mantuvo a lo largo de los años; establecimos una complicidad sin palabras que nadie comprendía. Por supuesto mi madre, Elvira Radzinski, menos que nadie.

A nuestro regreso mi madre, junto a otros muchos progenitores, esperaba el aerobús. La vi tan vieja y tan fea que la comparación con la fresca y lozana Salomé no era tan sólo injusta, era sacrílega. Mi madre me sonrió desde la entrada del transporte escolar y en ese momento de vergüenza ajena desapareció para siempre el último trazo del complejo de Edipo.

Subí en el aerocoche con ella y vi alejarse poco a poco a Salomé.

"¿Por qué tuvimos que volver?" me preguntaba. Para mí las Switching Mountains eran ahora mi hogar. Allí había experimentado la libertad.

Volver a mi casa era la más cruel de las condenas.

Sólo la esperanza de verla de nuevo el lunes en clase me mantenía con vida.

miércoles, septiembre 21, 2005

Deseo

La deseé como nunca he deseado nada en esta vida.

Recuerdo -o quiero recordar- cómo, al entrar en clase con los demás niños, forzaba la situación para situarme en un mesa detrás de ella. La maniobra intentaba ser casual, pero nunca lo conseguía. Es gracioso la manera en la cual intentamos engañar a los demás para descubrir que nunca engañamos a nadie... salvo a nosotros mismos, eso sí, con enorme éxito.

Las clases de Historia y de Matemáticas se deslizaban por mi juvenil alma sin peso alguno. Yo la contemplaba y la amaba en silencio. Salomé se acariciaba el pelo, hablaba con sus amigas -¿tal vez de mí?- y se reía, se reía continuamente. Algunas veces me miraba de reojo y se reía más; era entonces cuando creía enloquecer. Sabía que no era digno de ella. Lo sabía.

Mis amigo... ¿eran tales? Mierda, ya no lo sé. Mis amigos... tal vez Bert y otro, un recuerdo sin rostro, me intentaban animar. Se lo había contado todo, mis sentimientos, mi congoja, con la esperanza de que comprendieran. Mas no lo hicieron: no comprendían nada. Sus imberbes mentes respondían obviedades, sin adentrarse en el sentimiento, el sentimiento más profundo que, lo reconozco, no les supe transmitir con palabras... porque es imposible.

Tenía 14 años, estaba enamorado y nadie me comprendía. Dejé de molestarme en explicar, sobre todo a mis padres, sobre todo al mundo... Ya que, ¿quién importaba salvo ella?

lunes, septiembre 19, 2005

Salomé

Mentiría si dijera que la he olvidado, porque no lo he hecho. La recuerdo cada día.

Salomé. La jodida Salomé.

Hay mañanas que todavía me levanto helado. Cuando sueño con ella.

El frío me rodea, me paraliza. Me envuelve de tal manera que hace que me olvide de todo, que desee desaparecer, que el trabajo lo haga otro: yo me quedo en la cama. Hace que me arrebuje en el Campo de Sueño, inútilmente. En esos momentos añoro las mantas que utilizaban los Antiguos. Pero sé que eso también sería inútil, pues no es el fantástico clima de Ostrich City lo que me tortura, sino su recuerdo. El recuerdo de Salomé.

La conocí en el año 2265. Teníamos 14 años.

Entonces no pensaba en ser policía. Sólo pensaba en amarla, en colmarla de bienes. En pasear con ella por las tropicales playas de Athena. En retirarme a las altas montañas de Olimpia y disfrutar del placer de encerrarnos en un refugio de nieve junto a una chimenea nuclear, en abrazarnos sin fin.

Me decían entonces que ya se me pasaría, que a esa edad no se comprende lo que es el amor. Y todavía me río, con una risa insana, enferma, patética.

Hoy tengo frío.

Mucho frío.

miércoles, septiembre 14, 2005

Mi nombre es Siphronius Radzinski

Mi nombre es Siphronius Radzinski y tengo sesenta y cuatro años. Mi padre y mi madre eran descendientes de judíos, la última raza que dominó la Tierra antes de la gran evasión. Como ellos lo eran, yo lo soy también. Soy Siphronius Radzinski, un descendiente de judíos en Athena.

Supongo que ése es uno de los motivos por los que mis compañeros me miran así de mal. Dicen que la historia se repite cuando se desconoce, pero yo creo que estamos condenados a repetirla de todas formas. Es más una cuestión de voluntad que de conocimiento. Es más un problema de actitud que de tradición.

Me falta un año para jubilarme. Cada vez me siento más viejo y más cansado pero no he perdido las ganas de follar. Mejor dicho: Las perdí o no encontré el modo de recuperarlas durante un tiempo. Un tiempo considerablemente largo. No las recobré hasta que conocí a mi última compañera: Miranda Butler. Una jovencita rubia y encantadora que me asignaron en el departamento para investigar el caso del suicida del "Moon By The Sea".

Acaba de licenciarse y tiene unas tetas como dos limones que me la ponen dura a todas horas. A veces desearía tener treinta o cuarenta años menos y pasarme el día y la noche follando con ella como un animal en celo.

Pero la realidad es muy distinta. Ella me ignora como se ignora a un abuelo demente. No ve en mí más que un mínimo obstáculo, un episodio fugaz y anecdótico en su fulgurante carrera, una carga. Sí, una vieja carga. Eso soy yo para Miranda Butler.

Y aunque sus pezones inquisitivos me señalan alguna vez desafiantes sé que la única razón que los eriza es el frío y no mi charme particular.

No es verdad que los hombres maduros tengan encanto. Los hombres maduros somos fláccidos e impotentes. Nos corremos tristemente mientras dormimos igual que preadolescentes con acné. Manchamos nuestros pijamas con orina. Olemos a tabaco y a viejo. Damos asco.

No sé quién fue el listo que dijo que los maduros gustan a las mujeres jóvenes. Fuese quien fuese, era un maldito mentiroso.